Reflection

Paredes

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Apelar a las declaraciones de derechos humanos como una panacea es fútil. Debemos trabajar más en el respeto unos a otros para lograr algo.

Apelar a las declaraciones de derechos humanos como una panacea es fútil. Debemos trabajar más en el respeto unos a otros para lograr algo.

Apelar a las declaraciones de derechos humanos como una panacea es fútil. Debemos trabajar más en el respeto unos a otros para lograr algo.

Sep 6, 2022

Sep 6, 2022

Como las Tablas de la Ley, una promesa. El 10 de diciembre de 1948, 55 países se reúnen en París, dispuestos a dejar de echarse mutuamente las culpas de los males del mundo y sellar un pacto en el que se comprometían a dejar atrás una pesadilla. Como el Va, pensiero, un grito. Un canto a la lucha por un mundo justo, donde todos se cogen de las manos, sin importar quién es el de al lado, y nadie puede sacar las armas. Y, como la ilusión, sueños. Y los sueños, sueños son.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos es un papel. Habíamos llegado a un punto tan catastrófico, tan alto en la escala de brutalidad del ser humano, que necesitábamos fijar en un papel los 30 derechos básicos, los que no se pueden violar, dejando fuera todos los demás. Los 18 representantes que elaboran el documento lo hacen con la mejor de las intenciones, pero cometen un error: elaboran un documento. Victoria Pamela Salas, Aylan Kurdi o Liu Xiaobo no querían un documento. Querían que la densa pared que hay entre la pulcra tipografía de ese papel y la realidad se desplomara. A ninguno de sus asesinos absolutamente nada les importó que un representante de su país hubiera firmado 50 años atrás, cuando ellos no habían ni nacido, que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos (…)”.

Muchos han intentado inculcar el amor por el prójimo, sin importar quién fuera, y han fracasado. Los hay que han elevado esta enseñanza al rango de ley y salen cada aniversario a la calle para celebrarla, pero ni se plantean aplicarla; los hay quienes la quieren interpretar de acuerdo a su cultura, e, incluso, quienes la refutan directamente. Nos da igual que siga habiendo mujeres y niños abandonados, nos da igual que millones de personas mueran de hambre, nos da igual que expresar una determinada idea sea digno de muerte, da igual que ‘libertad’ solamente sea el nombre de una estatua: el alma humana es terca. Si 7 000 millones de personas no logran respetarse unas a otras, ¿qué pretende una firma?

En un mundo ideal, esa declaración no existiría. Las personas se reirían al pensar en algo tan complicado como poner en un papel lo que les dictan sus corazones. No habría Día del Niño, ni de la Mujer, ni de la Democracia, porque no habría que usarlos para hablar de los problemas de nadie. Todos los días serían días de todo. Tampoco tendríamos lenguaje políticamente correcto, porque, en el fondo, todos sabemos hablar sin ofender a nadie, aunque no lo hagamos.

Sueño con un día en que solo ser humano y estar vivo sea un motivo de alegría, al alcance de todos. Sueño con sermonear a mis nietos, como hacen mis abuelos, diciéndoles que valoren lo que tienen, porque yo con su edad no lo tenía. Y sueño que, cuando todos dejemos de respirar, este texto se habrá olvidado, porque habrá sido más rápido repetir, mil veces, ‘felicidad’. Pero desengáñenme; sé, que solo sueño…

José Javier Ramírez, Alumni @ Talentum

José Javier Ramírez, Alumni @ Talentum